Muchos se preguntan qué pasa con nuestro cuerpo cuando llegamos a fase sida. Te lo cuento, ya que lo viví en carne propia.
Como he hecho público desde hace un par de años, soy una persona que vive con VIH, y hace unos ayeres un día me di cuenta de que estaba en fase sida. Lo que solo algunos saben es que me enteré de que vivo con el virus de la peor manera posible: estando en una cama de hospital y con escasísimas probabilidades de sobrevivir. ¿Cómo llega uno a ese punto, un camino casi sin retorno?
El miedo como agente principal
Recuerdo cómo varias veces leí las recomendaciones de campañas que decían que las personas con vida sexual activa debíamos hacernos la prueba al menos una vez al año. Ante esas recomendaciones hacía oídos sordos. Por un lado estaba el clásico «eso no me va a pasar» —estaba en una pareja supuestamente monógama— y, por el otro, estaba el mayor de los obstáculos: el miedo.
Casi todas las campañas de detección hablan de que es mejor para ti saberlo; hablan sobre la detección oportuna y tener un diagnóstico a tiempo. Pero muy pocas de ellas se enfocan en decirte qué pasará si la prueba te dice reactivo. Nadie te protege del pánico a formar parte de las burlas, de los chistes de ‘sidosos’. Yo no quería ser blanco de la discriminación ni de la exclusión. Así que preferí el camino de ignorarlo, diciendo «si no lo veo, no existe», aunque muy dentro de mí sabía que esa era la peor decisión.

Los primeros síntomas de que estás en fase sida
Estaba en un viaje cuando empecé a sentir las fiebres. Al regresar a casa, por más analgésicos que tomaba, esta no cedía. Pasaban los días y las semanas y la fiebre seguía ahí. A veces despertaba con las sábanas empapadas de sudor ante las fiebres nocturnas. Comencé a tomar muchas bebidas azucaradas (jugos) porque eran lo que me ayudaba a mitigar la sensación de agotamiento general que sentía.
Tomé el camino fácil —y equivocado— que fue automedicarme. Empecé a incorporar cápsulas de ibuprofeno a mi dieta habitual. Comencé tomándolas cada 12 horas y como me di cuenta de que las fiebres y los temblores no se iban, después las tomaba cada 8, cada 6 e incluso cada 4 horas. Mi apartamento en aquel entonces estaba en un tercer piso. Me recuerdo a mí mismo sintiendo que subía el Everest cada que al fin alcanzaba mi puerta. Hasta que un día simplemente no pude hacerlo más.
El diagnóstico
Ese día falté al trabajo. Como pude, fui al consultorio de un médico que me recomendaron y él me revisó con suma atención. Al ver mi dificultad para respirar tomó mis niveles de oxigenación. Me preguntó si fumaba, porque todo parecía apuntar a una enfermedad pulmonar. Lo negué. Nunca he fumado. Eso le pareció extrañísimo. Para descartar cualquier cosa, ese mismo día me mandó a hacer varias pruebas, entre ellas la de detección de VIH. El diagnóstico fue reactivo; es decir, tenía el virus.
Según me explicó el médico, en ese momento ese era el menor de los problemas. No tuve tiempo de reaccionar o de pasar un duelo. Casi de inmediato me tuvieron que hospitalizar ante mis dificultades para respirar. Me hicieron las pruebas de carga viral y CD4: tenía alrededor de un millón de copias del virus en mi sangre y mis defensas estaban por los suelos. Me encontraba en fase sida.

¿Cuándo se dice que una persona ha pasado del VIH a la fase sida?
Aunque mucha gente toma las palabras VIH y sida como si fuesen equivalentes, esto es un error. El VIH es el virus, mientras que el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) se presenta cuando este no se trata.
Hay personas con VIH que jamás desarrollarán sida al haber entrado en tratamiento oportuno. El VIH avanza lenta y silenciosamente, minando tu sistema inmunológico. Hasta que un día este pierde la batalla y el recuento de linfocitos —esos pequeños guerreros que nos protegen de enfermedades oportunistas— es menor a 200. Entonces se habla de fase sida.
En aquel momento yo estaba en las últimas: tenía solo 18 CD4 según las pruebas. Con un sistema inmunológico casi inexistente, había llegado al hospital ya con una neumonía que había invadido mis pulmones y que se sumó además a una infección por tuberculosis que adquirí en el hospital. Los pronósticos eran adversos: escuché decir a los médicos que tenía solo un 20% de probabilidades de recuperarme contra 80 de morir. Estuve intubado, en coma inducido y creyendo que era el final. Pero no lo fue.
Cara a cara con la muerte
Desperté del coma inducido ya sin el respirador artificial. «Eres un guerrero», me decían. Pero me sentía todo menos un guerrero. Pasé días de muchísimo miedo, pensando que en cualquier momento iba a recaer. Había ganado una batalla, pero no la guerra. La palabra ‘sida’ seguía retumbando en mi cabeza. Vi morir a muchos compañeros de cuarto en el pabellón de infectología. Los vi cubrir con sábanas sus cuerpos y escuché los gritos desgarradores de sus familias. Chicos más jóvenes que yo salieron de ese cuarto con una sábana blanca encima. La muerte se había convertido en una visitante habitual que podría venir por mí en cualquier momento.
Hay una vida plena… si te detectas y te tratas a tiempo
Cuando me preguntan: «Si el VIH ya no es sentencia de muerte, ¿por qué preocuparnos?», lo primero que viene a mi mente es ese cuarto frío. El temor a morir en una cama de hospital. Claro que el VIH ya no es sentencia de muerte, si te detectas a tiempo y si te mantienes tomando tu tratamiento. Pero si optas, como yo hice, por dejar que el miedo te paralice, es probable que descubras que vives con el virus demasiado tarde, incluso cuando ya llegaste hasta la fase sida.
Por eso te invito a hacerte la prueba, hoy que estás fuerte y sano. Tu historia no tiene que ser la mía. Si tu prueba sale reactiva mientras aún no presentas síntomas, jamás pasarás por las experiencias terribles que pasé yo. Y probablemente vivirás justo como yo vivo ahora: tomando solo una píldora al día, haciendo una vida normal y rodeado de la gente que amas. Porque el sida no me derrotó. Hoy vivo con VIH. Estoy felizmente casado con un hombre que no tiene el virus, que me ama y que nunca ha visto en ello un impedimento para nuestra vida en pareja.

No tengas miedo de conocer tu estatus. Siempre será mejor saberlo que sentir esa piedrita en el zapato que es la incertidumbre. Si tu diagnóstico es reactivo, recuerda que aun así hay una vida plena. Y si quieres escribirle a un amigo, cuenta conmigo. Aquí estaré para leerte y apoyarte. No estás solo. Jamás lo estarás. MIRA LO QUE EDY SMOL CONTESTÓ ANTE ACUSACIONES DE QUE TIENE SIDA.